lunes, 7 de junio de 2010

El artefacto 2,5.

-¡No pueden hacer esto, es solo una niña! – Gritaba una mujer alta, de largos cabellos claros a la muchedumbre que le hacía frente. – Vamos padre, usted de entre todos debería saberlo, un niño no sería capaz de hacer algo así.

-Lo sé hija mía, lo sé. Yo, de entre todos los aquí presentes, que sigo las palabras del señor, se que un niño es un ser noble e incapaz de hacer ninguna atrocidad semejante, un ser indefenso. Y es por eso mismo por lo que estoy aquí, por lo que estamos todos nosotros aquí reunidos frente a esta niña a la que tanto te aferras. Hemos venido a eliminar el problema de raíz, antes de que crezca y se extienda como una plaga. Apártate hija mía. – Dijo el sacerdote moviendo su mano de lado a lado.

-No… No puedo hacer eso, no puedo dejar que le hagan daño. – Su cuerpo no dejaba de temblar.

-Mira, sé que muchos otros dioses permitirían a un ser así vagar libremente por la tierra. Pero esos dioses no existen. Son deidades inventadas por paganos intentando que sus pecados sean perdonados autoengañandose. Personas que no solo no están contentas con todo lo que el gran Korsten nos ofrece, sino que además lo destruyen y se enfrentan a él. Y yo como un sacerdote que propaga si palabra, no puedo permitir que ese… monstruo siga con vida. Y te juro por Korsten que hare todo lo que sea necesario para conseguirlo. – Su rostro ya no era el de antes, la furia de sus palabras habían cambiado su expresión.

Al cabo de varios minutos de silencio, en los que nadie movió un pelo menos ella, la mujer que no dejaba de temblar, el sacerdote hablo.

-Qué así sea. –Dijo con una pequeña sonrisa. – Traedme a la niña.

No paso nada. “Traedme a la niña” repitió. Pero nadie se movió. El padre se giro y los vio a todos con la vista perdida en el cielo. Levanto la vista lentamente y admiró la razón por la cual la horda de creyentes fanáticos le ignoraba. Y la razón no era ni podía ser menospreciada.

El cielo estaba cubriéndose de una gruesa capa de oscuridad que en pocos segundos llego a ellos junto con un estruendoso chillido infernal. La luz que cubría la entrada de la cabaña en la que todos estaban había desaparecido. Todos los presentes empezaron a inquietarse. Algunos huían del lugar, otros hacían memoria de las palabras de Korsten, otros se quedaron paralizados ante una situación que les superaba, y otros culpaban a gritos a la mujer por defender a la niña haciendo enfadar a la deidad.

Disponían a correr hacia ella en cuanto varios de los que habían huido comenzaron a gritar desesperadamente. Gritos que pronto se convirtieron en gemidos de dolor.

Aprovechando la situación, la mujer entro en la cabaña y me miro. Estaba escondida debajo de un antiguo escritorio de madera. Se agacho frente a mí en el momento en que los gemidos se oían al otro lado de la puerta y me dijo: “Escapa, escapa Lia…

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